domingo, 24 de febrero de 2008

Pierre Menard escribe el Quijote

Sé cual es el lugar de la Mancha del Quijote, puedo demostrarlo de forma matemática (Cervantes da dos veces el eje de coordenadas en el texto de su libro), se trata pues de la única y verdadera aldea de Sancho. He escrito un libro, “Escrito con la zurda”, donde se esconden las claves necesarias para descubrir el verdadero y único lugar de la Mancha al que se refería Cervantes con su “de cuyo nombre no quiero acordarme” o “que no le saldrá en la vida” del romance “El Amante apaleado“, mediante cuatro sistemas: hieroglíficos, anagramas, profecías y lógica de la orientación con respecto a Puerto Lapice deducida del texto quijotil. Esto es sólo una parte, pues también la identidad de Avellaneda queda descubierta, y, lo que es más importante, un método para desentrañar frases ocultas de Cervantes en algunos párrafos de sus obras. Comprendo que lo dicho puede resultar extraño e increíble pero es absolutamente cierto y demostrable. El descubrimiento de estos enigmas me ha llevado tres años de trabajos y a escribir este mi primer y único libro que esconde un autentico tesoro literario: la existencia de formas ocultas en la obra de Cervantes, especialmente en el Quijote, algo que ha permanecido oculto durante 400 años y que ahora sale a luz. Quisiera ser tomado en serio y no es mi propósito tomar el pelo a nadie ni exponer teorías fantasiosas, repito que todo lo dicho es matemáticamente demostrable, y que de la lectura del libro se puede llegar a conocer el nombre de la aldea del Quijote, un pueblo nunca antes mencionado ni como sospechoso. Con todo, el libro oculta nuevamente dicho nombre, dejando que sea el lector avizor el que destape tal misterio si sigue las indicaciones y tiene un buen mapa de la zona o es conocedor de la Mancha. La identidad de Avellaneda, basada en la hipótesis de J. L. Pérez López, queda plenamente confirmada mediante la utilización del método descrito en el libro, aquí no se oculta nada, se dice clara y abiertamente quienes están implicados en el apócrifo y por qué. Todo esto puede sonar a vieja cantinela de los misterios de Cervantes y la cantidad de orates que ha generado, como Benjumea, Estrada, Atanasio Rivero y otros, de ellos también se habla en el libro, pero lo sorprendente es que en este caso se trata de un estudio serio y riguroso, presentado en forma de novela, con pruebas concluyentes que muestran la existencia de esas formas difíciles correspondientes al mejor manierismo literario y muy de moda en la época de Cervantes, que se sirvió de ellas para plantear adivinanzas sobre el lugar y Avellaneda. Sólo pido algo de credibilidad y también paciencia para leerse el libro. Si se está interesado en más información contactar conmigo en fajunco@.hotmail.com


Éste es el comienzo de la narración:
CAP. I . DE CÓMO LA RAZÓN DE LA SINRAZÓN TRIUNFÓ SOBRE LA SINRAZÓN DE LA RAZÓN, DEJANDO AL POBRE PIERRE HECHO UNA EQUIS AL NO PERCATARSE DE UNA SUTIL Y TRAICIONERA MANO ARÁBIGA.

Un minúsculo y sobado lapicero palpita entre los dedos de una mano anciana y temblorosa, repentinamente le hace escribir una frase en un andrajoso cuaderno y es obligado a subrayar machaconamente hasta siete veces lo que ha anotado:
Estos años eternos escribiré sin papel, el talento oye, Miguel Cervantes Saavedra.
Esta vuelta llenó de gozo y emoción al ingenuo de Pierre, que imaginó ser un talento con buen oído. Era la señal que buscaba, sus primeros comentarios en el desvaído cuaderno eran entusiastas a más no poder, creyó haber llegado al mejor momento de su larga vida ¡un éxito, por fin! Después de tantos desvelos y fatigas su insólita investigación se veía coronada por un definitivo triunfo que recompensaba con creces todos sus anteriores fracasos.
Él era el talento que oía, el único que había conseguido leer sin papel al gran genio, además, este caso era muy especial, se trataba nada menos que de la despedida del gran genio a sus lectores y a la vida misma. La apoteosis de sus trabajos quedaba marcada por este momento grandioso del descubrimiento que había tenido la suerte y habilidad de hacer, no podía estar más regocijado y orgulloso por el logro que su gran esfuerzo había alcanzado.
Pensó en pegar los extraños caracteres que componían la vuelta a la bandeja de madera, para así inmortalizar lo que él consideraba ya una autentica comunicación con Cipión más de tres siglos después de su muerte. Sería una bandeja sagrada, intocable, ¡histórica!, la colgaría en la pared y le serviría de inspiración y consuelo en los momentos bajos de su sublime investigación, que eran muchos y demasiado frecuentes.
Remiraba una a una las letras para cerciorarse de que no hubiera algún fallo, alguna tontería en la que no se hubiese fijado, pero no, todas cuadraban gloriosamente cada palabra, y, felicitándose a si mismo, pensó que todos los sufrimientos pasados quedaban sobradamente compensados por tamaño hallazgo. El cual, sin duda, excedía largamente de lo que él había esperado y soñado durante tantos años, y así, feliz, se olvidó de los infinitos agravios y reveses que esa misma bandeja le había causado en anteriores aventuras.
Pero le estaba esperando el mismísimo Benengeli a la vuelta de la esquina. El astuto príncipe de los espejos le tenía reservada una de sus más ingeniosas jugarretas, sabía que sólo tendría que esperar un ratito y … el muy incauto de Pierre, tratando de rizar el rizo, quiso pulir aún más la frase y, tomando sólo las doce letras de “el talento oye”, después de unos pocos meneos formó otra que decía “y atento lo lee”, que casi le pareció aún más bordada y perfecta que la primera. Así que releía una y otra vez:
Estos años eternos escribiré sin papel, y atento lo lee Miguel Cervantes Saavedra.
Aunque no le acababa de convencer, era mejor la primera, más brillante y auténtica, se decía mientras sus ojos recorrían las palabras, y algunas letras ya empezaban a temblar temiendo por su posición, eterna durante siglos, y efímera por momentos.
Cide, que le conocía bien, se regodeaba con la situación, sabía que más pronto que tarde la cuestión empezaría a enredarse, su mano esperó un poquito y … los dedos empezaron a moverse, se oyó la fricción de los cartoncillos sobre la madera de la bandeja, y poco a poco empezaron a aparecer otras curiosas combinaciones, demasiadas para el gusto y humor de Pierre. Descubrió que con las mismas letras se podían componer nuevas variantes, tales como “ya lee el tonto” o “en total él oye”, que le parecieron interesantes aunque no verdaderas, y así, tras un rápido análisis de la coyuntura anagramática de esa docena de letras, salieron a la luz hasta veinte posibilidades más.
Las dudas empezaron a corroer su inicial alegría, ya había profanado la bandeja sagrada y se daba cuenta de que se acabarían complicando las cosas. Temió que, como siempre, el éxito se tornaría primero en duda y luego en fracaso. Con todas las demás frases, cientos, miles, que ya tenía aparcadas para mejor ocasión, y ahora ponerse a perder su escaso tiempo con una sola, por muy última y significativa que fuese ¡con lo bien que le había quedado la primera!
Aún así, sus ansiosos dedos no pudieron resistir la tentación, se dirigieron hacia una de las atareadas letras y, atentando contra su posición, la buscó un nuevo oficio entre bambalinas y no sin un buen papel, y eso fue su perdición definitiva. Extendiendo el radio de acción al resto de letras de la frase completa le salió otra que incluía la palabra teatro, cosa para él muy reveladora, significativa y adecuada, y el lapicero, harto de su dictador, le escribió esta farsa:
En estos años eternos, sin un papel, yo, Miguel Cervantes Saavedra, le escribí teatro.
¡Fantástica!, pensó, ésta sí que es la verdadera, mucho mejor que las otras. Pero, viendo que la “ñ”, además de para años, podía servir también para sueños, se lanzó por esta otra dirección y llegó a una nueva vuelta, que para sorpresa increíble resultó ser así:
¡Este sueño eterno! estas allí y ni tienes papel ¡socorro! Miguel Cervantes Saavedra.
No daba crédito a sus ojos, no podía ser, estaba soñando. Sin embargo la frase seguía ahí, en la misma bandeja, y esa era la demostración incuestionable de su existencia. Desconcertado, apartó la bandeja de su vista unos minutos, necesitaba meditar la estrategia a seguir.
Y aquí Hamete estuvo a punto de reventar de risa, dominaba hasta el último de los reflejos del espejo y conocía a todos y cada uno de los mareados grillos que, a miles, invadían la jaula que rellenaba la azotea de su ingenuo palomo. La trampa era perfecta, el cebo bien rico y apetitoso, el anzuelo ya había sido mordido, sólo tenía que tirar suavemente del sedal y … el confiado pececillo retomó el tablero, observó detenidamente la posición de las fichas, ponderó los posibles movimientos y sus consecuencias, decidió seguir maniobrando y movió ficha.
Durante una hora no se oyó otra cosa que su dudoso talento, la agitación de sus peculiares cartoncillos deslizándose sobre la rayada palestra y su pequeño lapicero garabateando tornas en el sufrido cuaderno, en el que, para su desgracia, había ido anotando inquietamente cada una de las sorpresas con que a cada rato le regalaba una mano invisible:
Ya paso el sueño eterno en el cielo, por si están tristes, Miguel Cervantes Saavedra.
Si tiene suerte pasa años eternos en el cielo ¡por listo! Miguel Cervantes Saavedra.
Años eternos y sin papel, esto escribe Miguel Cervantes Saavedra, y leerlo atentos.
Si por suerte estoy en el cielo y le esperan tantos años, Miguel Cervantes Saavedra.
Estos años eternos, en el teatro y sin papel, y lo escribe Miguel Cervantes Saavedra.
Años eternos en el cielo, sin papel estoy triste, os verá Miguel Cervantes Saavedra.
Si por suerte estoy en el cielo y piensa leer tantos años, Miguel Cervantes Saavedra.
Soy sueño eterno, escrito sin papel, leer así es talento. Miguel Cervantes Saavedra.
Estos años eternos lee sin papel, irá escrito el viento. Miguel Cervantes Saavedra.
Si por suerte estoy en el cielo y sepan leer tantos años, Miguel Cervantes Saavedra.
Si pasa por el sueño eterno en el cielo, si resiste tanto Miguel Cervantes Saavedra.
El cielo, estos años eternos, y estar sin papel ¡reviento! Miguel Cervantes Saavedra.
Y aquí también reventó el ánimo del sufrido Pierre, por listo, por querer retocar lo ya perfecto. Qué bien se hubiera quedado si no hubiera movido el asunto, siempre le pasaba lo mismo. Encontrada una buena vuelta hay que dejarla como verdadera, se reprochaba. Ahora, la situación había cambiado, se encontraba con más de una docena de anagramas ¿cuál elegir? ¡maldito Benengeli! no se puede distraer uno con él ni un instante.
Confuso, trató de reordenar su cabeza, pero se le había quedado la mente en blanco. Intentó que su talento escuchase algo, pero sólo percibió un débil silencio misterioso tras la mucha cera que habitaba sus oídos. Desesperado, clamó a las musas suplicando orientación, alguna pista o explicación a tal fenómeno. Éstas, calladamente, se apiadaron de él y le concedieron una tonta duda que inmediatamente empezó a pasearse por entre sus menguadas entendederas.
Repentinamente, los dedos comenzaron a deslizarse a gran velocidad, y, como si supiesen el camino, se lanzaron sobre las temerosas letras, señor se mudo con los años, eternos hizo renacer el estribo, puesto el pie salió de papel, gran muerte de Miguel, y rápidamente surgió una nueva vuelta, ¡ésta sí que era la verdadera! ¡la auténtica! la original de la que habían salido todas las demás, la que dicen que fue su última frase:
Puesto ya el pie en el estriuo, con las ansias de la muerte, Gran Señor esta te escriuo.
La observó largo rato, preguntándose qué era lo que ocultaba, qué habría querido esconder, cuál sería la verdadera vuelta clandestina.
Pero ninguna vuelta era la verdadera, todas, sin ningún género de duda, eran completamente falsas, posibilidad que ni remotamente se le había pasado por la cabeza. Esas combinaciones no eran más que casualidades caprichosas de una frase especialmente dúctil desde el punto de vista anagramático. Pasaba a veces aunque no con frecuencia, dependía todo de las letras, la casualidad, la habilidad y, sobre todo, del tiempo que se le dedicase.
Pero el loco de Pierre ya no atendía a razones, su manía obsesiva se había apoderado totalmente de él, y lo razonable era un abismo en el que no quería caer, prefería la sólida base de su segura locura, al terreno pantanoso de una dudosa cordura.
Aunque todo era un mero juego, y, se pusiese como se pusiese, no hacía otra cosa que moverse entre arenas movedizas, o algo peor, pues se trataba de letras móviles hormigueando entre palabras corredizas que pululaban y bailaban con frases escurridizas. Y todo por su obsesión perfeccionista, con lo fácil que era cortar una vez que conseguía una buena torna, pero, como siempre, por mera curiosidad daba una vuelta de tuerca más y lo estropeaba todo.
No era la primera vez que le había pasado, ni mucho menos, tras las vueltas inexorablemente venían las revueltas. De hecho éste es un ejemplo, uno más, de la tónica de los trabajos y estudios de este cándido erudito francés en su inútil esfuerzo por desentrañar los inexistentes enigmas en torno al Quijote y su autor.
Pierre, ya bastante acostumbrado, bien a su pesar, a estas bromas arábigas, había resuelto malamente este tipo de situaciones con una irreflexiva teoría, según la cual, cuando encontraba una sola vuelta es que hablaba Cipión, que así llamaba a veces a Cervantes, entonces el espejo sólo irradiaba una única imagen, la verdadera. Pero cuando las tornas eran muchas y, como en esta ocasión, no sabía cuál escoger por verdadera, en este otro caso decía que era Benengeli el que hablaba, el cual solía desconcertarle grandemente de manera asidua y sistemática, por lo que al final se veía obligado a dejar todo aparcado para mejor ocasión, y eso fue lo que hizo.
El azar puede hacer malas jugarretas a cualquiera que se interne en estos campos de los misterios que nunca lo fueron. La casualidad puede tener caprichos insoslayables, llevarte al frenesí de la verdad innegable y después, tranquilamente, dejarte caer en la más negra y ciega ignorancia. En el océano de las dudas, tras la tempestad del paroxismo venía la calma de la confusión y el desconcierto. Pero cuando uno se inventa un enigma donde jamás lo hubo, existe la posibilidad de encontrar una solución que nunca existió, y éste será el tema y asunto a tratar con motivo del comento y análisis de la extraña documentación, privada y nunca publicada, que de forma también casual llegó a mis manos.
Si bien, para narrar esta extraña historia, tan cierta como verdadera, es necesario que la empiece por el principio y, sobre todo, que no me deje ningún detalle por contar, siendo puntilloso en extremo, pues la curiosidad de su urdidumbre, más que su interés académico o científico, es su principal virtud.
En el propósito de destapar esta trama está también el ánimo por desterrar en lo posible ese afán por las aventuras esotéricas de la caballería anagramática y otras elucubraciones, estúpidas y mal fundamentadas, sobre la vida y personalidad de Cervantes que en los últimos tiempos se han venido formulando, tales como su supuesta homosexualidad o su judaísmo encubierto. No tienen en cuenta que del conjunto de su obra nada induce a pensar en tan interesadas hipótesis, más propias de oportunistas de alguna moda que ven mercado abierto, o de cabalistas trileros con alguna ocurrencia cuanto más descabellada mejor.
Todo tan falso como las extravagantes conclusiones que se extraen de estos documentos inéditos y sorprendentes que llegaron a mi poder. El cómo llegaron, cuando y porqué, es lo que a continuación voy a tratar de contar, ya que todo afecta a la difícil comprensión de esta historia, en la que los pormenores son fundamentales, sin poder dejar escapar el más mínimo y escondido detallito. Así, hasta las letras, todas y cada una, han de ser contadas y pasadas revista, y el orden que se ha de mantener ha de ser estricto en extremo, incluso las comas, o cualquier otra puntuación, han de ser consideradas y discutidas en cualquier pasaje.
Bien lejos de mi intención está contar el final de este cuento. Ninguna cosa puede ser más torpe y miserable que descubrir el pastel que se ha escondido trabajosamente página tras página. Nada hay peor que decirle quién es el asesino al que comienza a leer una obra de misterio, cuál es el secreto que se oculta tras un enigma laboriosamente invisible, ver en el trailer cómo al final llega el 7º de caballería y la pareja se besa, chafar alegremente, destripar con cara de listillo, sorprender cantando el contenido antes de abrir el paquete. Pero me veo obligado a anticiparles la solución de este caso, y descubrir torpe y miserablemente su conclusión: y ésta no puede ser otra sino que el pobre Pierre quedó más perdido aún de lo que había ciegamente empezado, y que jamás logró encontrar ni la más leve pista ni nada que le condujese a ningún lugar o resultado de algún interés, ¡ah! y también que al final Benengeli se salió con la suya.
Sin embargo, el desarrollo de los acontecimientos es aún más importante, más significativo para valorar esta traza y la máquina que la animaba, o para comprender el nulo alcance de lo que prometiendo mucho acabó en poco o más bien en nada de nada. Ésta es la historia de una extensa colección de fracasos sin paliativos, de un imposible sueño que parece ser eterno, pues cuando no hay uno es que hay veinte con la copla de los misterios cervantinos, una ilusión óptica que ha engatusado a muchos y hecho reír a más.
Pero aquí hay que decir que la investigación de este engendro ha estado relegada al ámbito de lo privado, no siendo Pierre culpable de su salida a luz. Pues el autor de estos documentos y estudios nunca los publicó y ni siquiera los pudo terminar, y es muy dudoso que los quisiera dar a conocer según se deduce de algunas de sus notas. Es pues la aplicación y el esmero de sus vanos esfuerzos y la irremediable inutilidad de los mismos lo que me mueve a comentarlos y presentarlos al ocioso lector.
Olvidémonos ahora de las frases, de sus necias vueltas y de sus inoportunas revueltas, dejemos a un lado a Cide y a Cipión, descansen tranquilas las letras en cajas y bandejas, esténse los dedos quietos y las palabras en calma chicha, pasemos llanamente a los datos históricos que conforman y afectan a esta desatinada y compleja historia. Vayamos raudos y directos al comienzo de la narración de los hechos más relevantes, aunque para esto deba remontarme algo más de medio siglo ¡como pasa el tiempo! y volver a recordar sucesos de mi infancia en Zamora y en concreto algunos de los que acontecieron en un lugar, de cuyo nombre sí quiero acordarme, Puebla de Sanabria, donde llegué a pasar un mes de cierto verano.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Jorge Luis Borges
(1899–1986)
Pierre Menard, autor del Quijote
(El jardín de senderos que se bifurcan (1941;
Ficciones, 1944)
A Silvina Ocampo

La obra visible que ha dejado este novelista es de fácil y breve enumeración. Son, por lo tanto, imperdonables las omisiones y adiciones perpetradas por madame Henri Bachelier en un catálogo falaz que cierto diario cuya tendencia protestante no es un secreto ha tenido la desconsideración de inferir a sus deplorables lectores —si bien estos son pocos y calvinistas, cuando no masones y circuncisos. Los amigos auténticos de Menard han visto con alarma ese catálogo y aun con cierta tristeza. Diríase que ayer nos reunimos ante el mármol final y entre los cipreses infaustos y ya el Error trata de empañar su Memoria... Decididamente, una breve rectificación es inevitable.
Me consta que es muy fácil recusar mi pobre autoridad. Espero, sin embargo, que no me prohibirán mencionar dos altos testimonios. La baronesa de Bacourt (en cuyos vendredis inolvidables tuve el honor de conocer al llorado poeta) ha tenido a bien aprobar las líneas que siguen. La condesa de Bagnoregio, uno de los espíritus más finos del principado de Mónaco (y ahora de Pittsburgh, Pennsylvania, después de su reciente boda con el filántropo internacional Simón Kautzsch, tan calumniado, ¡ay!, por las víctimas de sus desinteresadas maniobras) ha sacrificado “a la veracidad y a la muerte” (tales son sus palabras) la señoril reserva que la distingue y en una carta abierta publicada en la revista Luxe me concede asimismo su beneplácito. Esas ejecutorias, creo, no son insuficientes.
He dicho que la obra visible de Menard es fácilmente enumerable. Examinado con esmero su archivo particular, he verificado que consta de las piezas que siguen:
a) Un soneto simbolista que apareció dos veces (con variaciones) en la revista La Conque (números de marzo y octubre de 1899).
b) Una monografía sobre la posibilidad de construir un vocabulario poético de conceptos que no fueran sinónimos o perífrasis de los que informan el lenguaje común, “sino objetos ideales creados por una convención y esencialmente destinados a las necesidades poéticas” (Nîmes, 1901).
c) Una monografía sobre “ciertas conexiones o afinidades” del pensamiento de Descartes, de Leibniz y de John Wilkins (Nîmes, 1903).
d) Una monografía sobre la Characteristica Universalis de Leibniz (Nîmes, 1904).
e) Un artículo técnico sobre la posibilidad de enriquecer el ajedrez eliminando uno de los peones de torre. Menard propone, recomienda, discute y acaba por rechazar esa innovación.
f) Una monografía sobre el Ars Magna Generalis de Ramón Llull (Nîmes, 1906).
g) Una traducción con prólogo y notas del Libro de la invención liberal y arte del juego del axedrez de Ruy López de Segura (París, 1907).
h) Los borradores de una monografía sobre la lógica simbólica de George Boole.
i) Un examen de las leyes métricas esenciales de la prosa francesa, ilustrado con ejemplos de Saint­Simon (Revue des Langues Romanes, Montpellier, octubre de 1909).
j) Una réplica a Luc Durtain (que había negado la existencia de tales leyes) ilustrada con ejemplos de Luc Durtain (Revue des Langues Romanes, Montpellier, diciembre de 1909).
k) Una traducción manuscrita de la Aguja de navegar cultos de Quevedo, intitulada La Boussole des précieux.
l) Un prefacio al catálogo de la exposición de litografías de Carolus Hourcade (Nîmes, 1914).
m) La obra Les Problèmes d'un problème (París, 1917) que discute en orden cronológico las soluciones del ilustre problema de Aquiles y la tortuga. Dos ediciones de este libro han aparecido hasta ahora; la segunda trae como epígrafe el consejo de Leibniz Ne craignez point, monsieur, la tortue, y renueva los capítulos dedicados a Russell y a Descartes.
n) Un obstinado análisis de las “costumbres sintácticas” de Toulet (N.R.F., marzo de 1921). Menard ­recuerdo­ declaraba que censurar y alabar son operaciones sentimentales que nada tienen que ver con la crítica.
o) Una transposición en alejandrinos del Cimetière marin, de Paul Valéry (N.R.F., enero de 1928).
p) Una invectiva contra Paul Valéry, en las Hojas para la supresión de la realidad de Jacques Reboul. (Esa invectiva, dicho sea entre paréntesis, es el reverso exacto de su verdadera opinión sobre Valéry. Éste así lo entendió y la amistad antigua de los dos no corrió peligro.)
q) Una “definición” de la condesa de Bagnoregio, en el “victorioso volumen” ­la locución es de otro colaborador, Gabriele d'Annunzio­ que anualmente publica esta dama para rectificar los inevitables falseos del periodismo y presentar “al mundo y a Italia” una auténtica efigie de su persona, tan expuesta (en razón misma de su belleza y de su actuación) a interpretaciones erróneas o apresuradas.
r) Un ciclo de admirables sonetos para la baronesa de Bacourt (1934).
s) Una lista manuscrita de versos que deben su eficacia a la puntuación.[1]
Hasta aquí (sin otra omisión que unos vagos sonetos circunstanciales para el hospitalario, o ávido, álbum de madame Henri Bachelier) la obra visible de Menard, en su orden cronológico. Paso ahora a la otra: la subterránea, la interminablemente heroica, la impar. También, ¡ay de las posibilidades del hombre!, la inconclusa. Esa obra, tal vez la más significativa de nuestro tiempo, consta de los capítulos noveno y trigésimo octavo de la primera parte del Don Quijote y de un fragmento del capítulo veintidós. Yo sé que tal afirmación parece un dislate; justificar ese “dislate” es el objeto primordial de esta nota.[2]
Dos textos de valor desigual inspiraron la empresa. Uno es aquel fragmento filológico de Novalis —­el que lleva el número 2005 en la edición de Dresden­— que esboza el tema de la total identificación con un autor determinado. Otro es uno de esos libros parasitarios que sitúan a Cristo en un bulevar, a Hamlet en la Cannebiére o a don Quijote en Wall Street. Como todo hombre de buen gusto, Menard abominaba de esos carnavales inútiles, sólo aptos ­decía­ para ocasionar el plebeyo placer del anacronismo o (lo que es peor) para embelesarnos con la idea primaria de que todas las épocas son iguales o de que son distintas. Más interesante, aunque de ejecución contradictoria y superficial, le parecía el famoso propósito de Daudet: conjugar en una figura, que es Tartarín, al Ingenioso Hidalgo y a su escudero... Quienes han insinuado que Menard dedicó su vida a escribir un Quijote contemporáneo, calumnian su clara memoria.
No quería componer otro Quijote —lo cual es fácil— sino el Quijote. Inútil agregar que no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran ­palabra por palabra y línea por línea­ con las de Miguel de Cervantes.
“Mi propósito es meramente asombroso”, me escribió el 30 de septiembre de 1934 desde Bayonne. “El término final de una demostración teológica o metafísica —el mundo externo, Dios, la causalidad, las formas universales— no es menos anterior y común que mi divulgada novela. La sola diferencia es que los filósofos publican en agradables volúmenes las etapas intermediarias de su labor y que yo he resuelto perderlas.” En efecto, no queda un solo borrador que atestigüe ese trabajo de años.
El método inicial que imaginó era relativamente sencillo. Conocer bien el español, recuperar la fe católica, guerrear contra los moros o contra el turco, olvidar la historia de Europa entre los años de 1602 y de 1918, ser Miguel de Cervantes. Pierre Menard estudió ese procedimiento (sé que logró un manejo bastante fiel del español del siglo diecisiete) pero lo descartó por fácil. ¡Más bien por imposible! dirá el lector. De acuerdo, pero la empresa era de antemano imposible y de todos los medios imposibles para llevarla a término, éste era el menos interesante. Ser en el siglo veinte un novelista popular del siglo diecisiete le pareció una disminución. Ser, de alguna manera, Cervantes y llegar al Quijote le pareció menos arduo ­por —consiguiente, menos interesante— que seguir siendo Pierre Menard y llegar al Quijote, a través de las experiencias de Pierre Menard. (Esa convicción, dicho sea de paso, le hizo excluir el prólogo autobiográfico de la segunda parte del Don Quijote. Incluir ese prólogo hubiera sido crear otro personaje —Cervantes— pero también hubiera significado presentar el Quijote en función de ese personaje y no de Menard. Éste, naturalmente, se negó a esa facilidad.) “Mi empresa no es difícil, esencialmente” leo en otro lugar de la carta. “Me bastaría ser inmortal para llevarla a cabo.” ¿Confesaré que suelo imaginar que la terminó y que leo el Quijote —todo el Quijote— como si lo hubiera pensado Menard? Noches pasadas, al hojear el capítulo xxvi —no ensayado nunca por él— reconocí el estilo de nuestro amigo y como su voz en esta frase excepcional: las ninfas de los ríos, la dolorosa y húmida Eco. Esa conjunción eficaz de un adjetivo moral y otro físico me trajo a la memoria un verso de Shakespeare, que discutimos una tarde:
Where a malignant and a turbaned Turk...
¿Por qué precisamente el Quijote? dirá nuestro lector. Esa preferencia, en un español, no hubiera sido inexplicable; pero sin duda lo es en un simbolista de Nîmes, devoto esencialmente de Poe, que engendró a Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que engendró a Valéry, que engendró a Edmond Teste. La carta precitada ilumina el punto. “El Quijote”, aclara Menard, “me interesa profundamente, pero no me parece ¿cómo lo diré? inevitable. No puedo imaginar el universo sin la interjección de Edgar Allan Poe:
Ah, bear in mind this garden was enchanted!

o sin el Bateau ivre o el Ancient Mariner, pero me sé capaz de imaginarlo sin el Quijote. (Hablo, naturalmente, de mi capacidad personal, no de la resonancia histórica de las obras.) El Quijote es un libro contingente, el Quijote es innecesario. Puedo premeditar su escritura, puedo escribirlo, sin incurrir en una tautología. A los doce o trece años lo leí, tal vez íntegramente. Después, he releído con atención algunos capítulos, aquellos que no intentaré por ahora. He cursado asimismo los entremeses, las comedias, la Galatea, las Novelas ejemplares, los trabajos sin duda laboriosos de Persiles y Segismunda y el Viaje del Parnaso... Mi recuerdo general del Quijote, simplificado por el olvido y la indiferencia, puede muy bien equivaler a la imprecisa imagen anterior de un libro no escrito. Postulada esa imagen (que nadie en buena ley me puede negar) es indiscutible que mi problema es harto más difícil que el de Cervantes. Mi complaciente precursor no rehusó la colaboración del azar: iba componiendo la obra inmortal un poco à la diable, llevado por inercias del lenguaje y de la invención. Yo he contraído el misterioso deber de reconstruir literalmente su obra espontánea. Mi solitario juego está gobernado por dos leyes polares. La primera me permite ensayar variantes de tipo formal o psicológico; la segunda me obliga a sacrificarlas al texto ‘original’ y a razonar de un modo irrefutable esa aniquilación... A esas trabas artificiales hay que sumar otra, congénita. Componer el Quijote a principios del siglo diecisiete era una empresa razonable, necesaria, acaso fatal; a principios del veinte, es casi imposible. No en vano han transcurrido trescientos años, cargados de complejísimos hechos. Entre ellos, para mencionar uno solo: el mismo Quijote.”
A pesar de esos tres obstáculos, el fragmentario Quijote de Menard es más sutil que el de Cervantes. Éste, de un modo burdo, opone a las ficciones caballerescas la pobre realidad provinciana de su país; Menard elige como “realidad” la tierra de Carmen durante el siglo de Lepanto y de Lope. ¡Qué españoladas no habría aconsejado esa elección a Maurice Barrès o al doctor Rodríguez Larreta! Menard, con toda naturalidad, las elude. En su obra no hay gitanerías ni conquistadores ni místicos ni Felipe II ni autos de fe. Desatiende o proscribe el color local. Ese desdén indica un sentido nuevo de la novela histórica. Ese desdén condena a Salammbô, inapelablemente.
No menos asombroso es considerar capítulos aislados. Por ejemplo, examinemos el xxxviii de la primera parte, “que trata del curioso discurso que hizo don Quixote de las armas y las letras”. Es sabido que don Quijote (como Quevedo en el pasaje análogo, y posterior, de La hora de todos) falla el pleito contra las letras y en favor de las armas. Cervantes era un viejo militar: su fallo se explica. ¡Pero que el don Quijote de Pierre Menard —hombre contemporáneo de La trahison des clercs y de Bertrand Russell— reincida en esas nebulosas sofisterías! Madame Bachelier ha visto en ellas una admirable y típica subordinación del autor a la psicología del héroe; otros (nada perspicazmente) una transcripción del Quijote; la baronesa de Bacourt, la influencia de Nietzsche. A esa tercera interpretación (que juzgo irrefutable) no sé si me atreveré a añadir una cuarta, que condice muy bien con la casi divina modestia de Pierre Menard: su hábito resignado o irónico de propagar ideas que eran el estricto reverso de las preferidas por él. (Rememoremos otra vez su diatriba contra Paul Valéry en la efímera hoja superrealista de Jacques Reboul.) El texto de Cervantes y el de Menard son verbalmente idénticos, pero el segundo es casi infinitamente más rico. (Más ambiguo, dirán sus detractores; pero la ambigüedad es una riqueza.)
Es una revelación cotejar el Don Quijote de Menard con el de Cervantes. Éste, por ejemplo, escribió (Don Quijote, primera parte, noveno capítulo):

... la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.

Redactada en el siglo diecisiete, redactada por el “ingenio lego” Cervantes, esa enumeración es un mero elogio retórico de la historia. Menard, en cambio, escribe:

... la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.

La historia, madre de la verdad; la idea es asombrosa. Menard, contemporáneo de William James, no define la historia como una indagación de la realidad sino como su origen. La verdad histórica, para él, no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió. Las cláusulas finales —ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir— son descaradamente pragmáticas.
También es vívido el contraste de los estilos. El estilo arcaizante de Menard —extranjero al fin— adolece de alguna afectación. No así el del precursor, que maneja con desenfado el español corriente de su época.
No hay ejercicio intelectual que no sea finalmente inútil. Una doctrina es al principio una descripción verosímil del universo; giran los años y es un mero capítulo —cuando no un párrafo o un nombre— de la historia de la filosofía. En la literatura, esa caducidad es aún más notoria. El Quijote —me dijo Menard— fue ante todo un libro agradable; ahora es una ocasión de brindis patriótico, de soberbia gramatical, de obscenas ediciones de lujo. La gloria es una incomprensión y quizá la peor.
Nada tienen de nuevo esas comprobaciones nihilistas; lo singular es la decisión que de ellas derivó Pierre Menard. Resolvió adelantarse a la vanidad que aguarda todas las fatigas del hombre; acometió una empresa complejísima y de antemano fútil. Dedicó sus escrúpulos y vigilias a repetir en un idioma ajeno un libro preexistente. Multiplicó los borradores; corrigió tenazmente y desgarró miles de páginas manuscritas.[3] No permitió que fueran examinadas por nadie y cuidó que no le sobrevivieran. En vano he procurado reconstruirlas.
He reflexionado que es lícito ver en el Quijote “final” una especie de palimpsesto, en el que deben traslucirse los rastros —Tenues pero no indescifrables— de la “previa” escritura de nuestro amigo. Desgraciadamente, sólo un segundo Pierre Menard, invirtiendo el trabajo del anterior, podría exhumar y resucitar esas Troyas...
“Pensar, analizar, inventar (me escribió también) no son actos anómalos, son la normal respiración de la inteligencia. Glorificar el ocasional cumplimiento de esa función, atesorar antiguos y ajenos pensamientos, recordar con incrédulo estupor que el doctor universalis pensó, es confesar nuestra languidez o nuestra barbarie. Todo hombre debe ser capaz de todas las ideas y entiendo que en el porvenir lo será.”
Menard (acaso sin quererlo) ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte detenido y rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas. Esa técnica de aplicación infinita nos insta a recorrer la Odisea como si fuera posterior a la Eneida y el libro Le jardin du Centaure de madame Henri Bachelier como si fuera de madame Henri Bachelier. Esa técnica puebla de aventura los libros más calmosos. Atribuir a Louis Ferdinand Céline o a James Joyce la Imitación de Cristo ¿no es una suficiente renovación de esos tenues avisos espirituales?
Nîmes, 1939

[1] Madame Henri Bachelier enumera asimismo una versión literal de la versión literal que hizo Quevedo de la Introduction à la vie dévote de san Francisco de Sales. En la biblioteca de Pierre Menard no hay rastros de tal obra. Debe tratarse de una broma de nuestro amigo, mal escuchada.

[2] Tuve también el propósito secundario de bosquejar la imagen de Pierre Menard. Pero ¿cómo atreverme a competir con las páginas áureas que me dicen prepara la baronesa de Bacourt o con el lápiz delicado y puntual de Carolus Hourcade?

[3] Recuerdo sus cuadernos cuadriculados, sus negras tachaduras, sus peculiares símbolos tipográficos y su letra de insecto. En los atardeceres le gustaba salir a caminar por los arrabales de Nîmes; solía llevar consigo un cuaderno y hacer una alegre fogata.

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Ésta es la "E" capital del comienzo de la narración del Quijote en su edición princeps

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Por Juán de la Cuesta ed. de 1608

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